Mi chico es una de las personas más buenas que conozco. Es todo corazón. Me encanta su manera sencilla de ver la vida y cómo transmite esa tranquilida ante las dificultades que pueden ir surgiendo.
He aprendido mucho de él a lo largo de los años que hemos compartido y, donde más he aprendido ha sido en el camino de la infertilidad.
Mi chico me quiere mucho. Lo sé y me lo hace saber cada segundo que estoy con y sin él. No es excesivamente detallista, pero siempre tiene una palabra, un piropo, una mirada que te hace sentir lo más especial del universo. Es cariñoso y sensible, pero cuando hace falta se pone su coraza y batalla con decisión, como le tocó hacer.
Parto de la base de que mi chico quería ser papá, pero cuando empezamos a tener problemas para él dejó de ser un objetivo prioritario. Llegó un punto en que todo lo que hicimos sé que lo hizo más por mí que por ser padre. Llegó un momento en el que él no quería continuar porque le dolía más el verme pasar por quirófano una y otra vez que el pensar que no sería padre. Nunca me pidió que abandonáramos, jamás, pero sí expresaba su sufrimiento de verme padecer. Me decía que para él lo importante era yo y que los dos podíamos ser felices y éramos felices. No quería verme sufrir ni padecer.
Mi chico fue una roca durante todo el proceso. Fue el tronco en el que me apoyé, el hombro sobre el que lloré, el abrazo que me reconfortó, la palabra que me alivió. Una y otra vez, año tras año, pérdida tras pérdida se mantuvo en su papel. Sólo una vez le vi tambalearse, derrumbarse, maldecir, llorar, implorar... y fue con el negativo de nuestra segunda ovodonación. Nunca jamás olvidaré ese día. El momento de abrir el sobre y ver ese cero demoledor y acto seguido levantar la vista del resultado de la beta y ver a mi chico pasarse las manos por el pelo una y otra vez, tragar saliva y salirle las lágrimas de los ojos mientras decía que no podía creérselo, que como podía ser, que por qué a nosotros, que qué habíamos hecho para pasar por esto y que cuanto más íbamos a pasar. Y lo que más me llegó al corazón: Ya no puedo más.
Ahí me di cuenta de que el papel que había asumido mi chico había sido el más difícil. Había hecho de contención, de apoyo incondicional. Pero ¿quién le contenía a él y en quién se apoyaba? Yo había adoptado el papel de sufridora activa: lloraba, me quejaba, sufría, me expresaba... Pero él sólo recibía todo lo anterior: mis lloros, mis quejas, mi sufrimiento, mis palabras de dolor. Y fue acumulando y acumulando y acumulando hasta que ese día explotó. Y a mí me sirvió para que, por fin, se invirtieran algo los papeles, y yo también estuviera ahí para apoyarle, para contenerle y para animarle a que se expresara sobre cómo estaba viviendo él todo esto.
Y fue cuando me explicó que él era feliz sin hijos, que el hecho de buscarlos era lo que nos estaba amargando, que todo giraba en torno a la búsqueda y que comprendía que yo hubiera cambiado y estuviera afectada, pero que necesitaba un respiro, intentar volver a ser la pareja que éramos antes de entrar al laberinto: feliz, despreocupada y divertida. Al principio me dolieron sus palabras, pero las maduré y le di la razón. También él maduró lo que dijo y matizó algunas cosas como que sabía que no podíamos ser los de antes porque habíamos vivido cosas muy duras y era una utopía. Pero todo esto nos sirvió para darnos cuenta de que necesitábamos un descanso en todo esto. Luego vino un embarazo inesperado que volvió a terminar en aborto... pero nos referíamos a los tratamientos.
Quiero deciros que la infertilidad nos unió muchísimo más. Sé que hay parejas a las que desgasta o que incluso llegan a terminar la relación, pero no fue nuestro caso. Mi chico me dio amor a raudales y siempre estuvo a mi lado. Nunca me dijo ni una sola palabra que diera a entender que si pasábamos por esto era por mi causa (que no culpa). Y llegó a aceptar el probar con donación de embriones si esto nos daba la posibilidad de ser padres.
Cuando me encontraron el problema que tenía fue él el que me dijo que teníamos que intentarlo de nuevo, que no podíamos dejarlo ahí sin saber si lo podríamos haber conseguido. Y cuando lo logramos fue el hombre más feliz del mundo. Por dos razones: primero y fundamental por ser papá. Y segundo porque se acabó la pesadilla.
Todos los días me da las gracias por tener a nuestro angelote, por haber sido tan cabezona y haber luchado hasta el final.
Todos los días le doy las gracias por haber estado ahí de manera incondicional, por haberme escuchado una y otra vez mi sufrimiento y mi desesperanza, por haberme dado consuelo, y sobre todo por haberme hecho sentir que soy la mujer más maravillosa del mundo.
Siempre dije que tuve mala suerte con el hecho de intentar ser madre porque gasté toda la suerte encontrando a mi chico. Ahora tengo a mis dos chicos, así que esa mala suerte se terminó. Soy doblemente afortunada.